Todos tenemos los mejores deseos para el año que acaba de comenzar. O por lo menos, se presupone. Resultaría extraño escuchar o leer lo contrario pero es habitual pensarlo y ponerlo en práctica. Tenemos un ejemplo perfecto en la elección final del presidente del Gobierno por el Congreso el próximo día 5 de enero, víspera de Reyes, una de las festividades más importantes del calendario social español.
El discurso contradice los hechos de tal manera -hasta la fecha elegida forma parte del frentismo que se nos viene encima, como analiza Ignacio Varela en El Confidencial– que es imposible sustraerse a una honda e inevitable inquietud.
Y no sólo por el programa de gobierno conocido hasta ahora, y presentado de manera tan impresentable en una auténtica democracia avanzada del siglo XXI, (una contradicción más del discurso) sino por los continuos cambios de criterio estructural -las dos últimas elecciones generales, sus causas y consecuencias están ahí- acerca de los objetivos e intenciones reales del próximo ejecutivo.
Huele a confrontación. Se ve con la máxima claridad. Se pretende reformular el contrato político y social de este país gracias a una mayoría parlamentaria sustentada en quienes quieren romperlo directamente. Una mayoría en el Congreso que para nada tiene que ver con la mayoría social como es perfectamente sabido y se refleja en las encuestas oficiales y privadas. La última, la de La Razón.
Imprevisible
El devenir de los acontecimientos es imprevisible. La debilidad congénita del próximo gobierno está claramente condicionada al hartazgo ciudadano. La progresiva devaluación de la arquitectura institucional (que va más allá de nuestro país) gracias al falseamiento de los principios esenciales y comunes -de forma inexplicable ha calado la idea de que la “democracia está por encima de la Ley” cuando es la Ley la que garantiza la democracia-, es un camino de difícil retorno y requiere de liderazgos integradores y respetados que, hoy por hoy, no existen.
La retórica puede ser muy ruidosa pero no se sostiene. La incomprensión es absolutamente inevitable y el rechazo mayoritario perfectamente previsible. El choque de emociones es una apuesta de máximo riesgo, como sabemos muy bien a lo largo de la historia de España.
Y aún así, siempre los mejores deseos mientras la obra se representa en el escenario.