“La evidencia empírica disponible muestra que la calidad de las instituciones públicas tiene un efecto considerable sobre el bienestar de un país”, apunta Victor Lapuente en el informe “La calidad de las instituciones en España”, realizado por el Círculo de Empresarios y presentado esta semana en el Congreso de los Diputados.
En el informe, Lapuente enumera (en razón de los estudios y sus autores ) los beneficios de una mayor calidad institucional: más crecimiento económico; reducción de las desigualdades económicas y el deterioro medioambiental; mejora de los resultados objetivos de salud, de los niveles de felicidad y de la percepción subjetiva del bienestar además de reducir la evasión fiscal, mejorar las infraestructuras, aumentar la confianza social y los resultados educativos.
El informe llega en un momento importante de la vida pública española de los últimos años, uno más, donde de nuevo se pone a prueba la calidad -por la credibilidad- de sus instituciones. En este caso, de la responsable de un gobierno autonómico cuya posición no se sostiene ni un minuto más y de una universidad pública cuya reputación ha recibido un nuevo golpe, y no es el primero, que devalúa su papel y afecta a su comunidad -docentes, personal y estudiantes-, ajena a esta situación inexplicable.
Aunque sobre decirlo, no deja de ser necesario: es evidente que ni se pone en tela de juicio al gobierno autonómico ni a la universidad pública como instituciones de este país, sino que se trata de dos casos concretos, individual uno e institucional el otro, entrelazados y unidos ambos por un devenir sonrojante de los acontecimientos.
Por supuesto, estamos ante un caso (dos en realidad) de libro de la economía (política) de la reputación. Pero creo que nos quedamos cortos y alejados de aquella célebre desafección que hizo furor en la agenda del análisis y la opinión en el periodismo político de hace unos años. El hartazgo es inevitable e inmenso ante estos dos ejemplos de mala calidad institucional.
Calidad frente a cantidad
Precisamente, en ese sentido tiene su clave de bóveda el estudio: no se trata de más o menos Estado, esa es una discusión abierta a las opciones ideológicas que defienden la cantidad por encima de la calidad. Es decir, teniendo ejemplos positivos de ambos, el de un buen mayor Estado sería Dinamarca y el de un buen menor Singapur. Porque de lo que se trata es de mejor o peor Estado frente a más grande o pequeño. Un principio que no deja de reflejar libertad individual y eficiencia social.
A partir de ahí, se valoran las percepciones sobre la calidad de las instituciones -acertada la denominación de infraestructuras institucionales– y sus ámbitos, el político, el judicial, el económico, el educativo, etc, con la idea de que esa calidad es la que impulsa el avance colectivo, con todas las dificultades que se derivan de la complejidad de las sociedades -para compleja, la española va servida– y de las adaptaciones a las culturas de cada país y las naturalezas y comportamientos de sus instituciones públicas.
Costes económicos
Como es fácil imaginar, una de las palabras más repetidas en el informe es confianza y/o falta de ella, en consonancia con otras como credibilidad y, por supuesto, transparencia, a la que se dedica un capítulo, posiblemente uno de los más reveladores.
Por ejemplo, en costes económicos. Según un estudio de Francisco Alcalá y Fernando Jiménez, el incremento en calidad institucional, hasta los niveles que le corresponderían dada su productividad, permitiría incrementar el PIB de España en algo más de un 20 por ciento adicional al que se daría en ausencia de tal cambio; es decir, crecimientos anuales adicionales en torno a 1,2-1,5 puntos en 12-15 años”.
Las conclusiones ante estos datos son evidentes en unos tiempos en los que llevamos tres ejercicios de crecimiento a buen ritmo, posiblemente siga estando en el tres por ciento este año tal y como vamos, y de creación de empleo destacado, con todas sus imperfecciones. Sin embargo, la percepción social sobre la situación es irregular -dependiendo de los territorios- y escéptica, más allá de los matices de la tecnología y sus efectos.
Equilibrios
El informe tiene un valor añadido: busca el equilibrio genérico en la materia -la calidad institucional- destacando por igual las luces y las sombras en cada ámbito y fija posiciones equidistantes entre el catastrofismo, o pesimismo congénito, otro rasgo conocido en los últimos dos siglos, y quienes “descartan cualquier problema sustantivo“, esa suerte de relativistas extremos, también frecuentes en la vida pública.
Esta “distancia” tiene también ejemplos llamativos como el referido a la educación, siendo uno de los campos de eterno desacuerdo institucional. Así, mientras se señalan las dos posturas sobre el particular, la que dice que el problema educativo español es de “exceso de igualitarismo” y la que habla de “diferencias socioeconómicas”, Victor Lapuente apunta que Lucas Gortázar, autor del capítulo, “desmonta estas visiones unidimensionales de la educación en España mostrando que nuestro país sufre de ambos problemas a la vez“.
Finalmente, y como es habitual en estos informes, se hacen una serie de propuestas que corresponden a cada uno de los capítulos sobre la regeneración democrática, la justicia, la regulación de los mercados, la administración pública, la transparencia y lucha contra la corrupción y la educación.
Propuestas “transversales, graduales e institucionales”. Necesarias, en cualquier caso, para mejorar la calidad de las instituciones públicas y, también, de muchas situadas en su entorno. Necesarias, en cualquier caso, para avanzar más allá de la retórica discursiva actual.